La amenaza que recibí media hora antes de la presentación de mi libro
Me disponía a salir de casa rumbo a la inauguración de la exposición que acompañaba la presentación del libro nuevo que lanzaba. Una obra para niños, modesta, sencilla, que recoge pequeñas biografías de personajes históricos, viajeros, marineros, aventureros que se atrevieron a ir un paso más allá cuando el mundo aún no estaba del todo dibujado. Nada que ver con la épica grandilocuente de los libros de historia al uso. Este iba de cosas menudas. Cosas que caben en la cabeza de un niño curioso.
Hay momentos en los que la realidad te zarandea sin previo aviso. Sin música preliminar, sin prólogo amable. Te despierta como un portazo en mitad de la noche, cuando todo está dispuesto para la calma. Y fue uno de esos días. Tenía todo preparado: los carteles impresos, las copias apiladas en la mesa, el discurso breve ensayado frente al espejo del recibidor. La ilusión —ingenua, intacta— de quien va a presentar un libro que ha escrito con cariño y sin más pretensión que la de contar bien una historia. Era un día especial. Pero, a media hora de salir, sonó el teléfono desde un número desconocido. No suelo cogerlos, pero aquel día, con tanta cosa pendiente, respondí sin pensarlo demasiado.
—Hola, soy Fulanito de Tal —dijo una voz grave, gastada, conocida, pero ajena a mí.
Sabía quién era. No nos une amistad, ni trato alguno, pero en Jerez, donde todos se cruzan en ferias del libro y ciclos de conferencias, es difícil no conocer ciertos nombres. Y el suyo es uno de esos que suenan fuerte en ciertos círculos de esta ciudad antigua donde los apellidos pesan más que los hechos. Alguien venerado por los suyos, seguido con devoción por la tercera edad ilustrada de la comarca.
Su voz me sonó impostada, afable al principio. Supuse que llamaba por cortesía, tal vez para interesarse por la presentación. Pero no. Pronto quedó claro que su intención era otra.
—¿Cómo es posible que hayas titulado tu libro de una forma tan parecida a uno mío?
Al principio creí que buscaba una explicación razonable, quizá una disculpa involuntaria. Tal vez un reproche formal. Le contesté con la verdad: desconocía la existencia de su obra. Jamás había oído hablar de ella. Mi libro era otro mundo, otro propósito, otro tono, otro público. Pero él seguía. El título, de hecho, lo había propuesto mi editor, no yo. Pero no pareció importarle. Su tono subió un grado, como quien prepara un asalto.
—No me vengas con tonterías —soltó, altanero—. Tengo muchos libros publicados. Los títulos los pone el autor, no el editor.
Respiré hondo. Quise pensar que se trataba de un malentendido, de ese orgullo herido tan habitual en ciertos círculos literarios donde los egos son más densos que las páginas. Yo intenté explicarme. Que mi libro era para niños, que hablaba de viajeros, de personajes históricos reales, que no era ni ensayo ni novela ni nada parecido a lo suyo. Pero ya daba igual. Él no se detuvo. Siguió hurgando.
—Te voy a decir una cosa —insistió, sin bajar la voz—. A mí se me caería la cara de vergüenza de presentar un libro sabiendo que hay otro que se llama igual.
Mentira. No se llamaban igual. Muy parecido, sí. Pero no igual. Como tantos otros títulos que comparten palabras, temas, resonancias inevitables en una ciudad como esta, donde la historia se pisa con las mismas botas. Pero ni el contenido, ni el propósito, ni el lector tenían nada que ver. Lo supe entonces: no había llamado para aclarar nada. Había llamado para otra cosa. Para dejar claro su sitio. Para advertirme. Como si el mero parecido fuera una afrenta personal, un ultraje a su obra, a su nombre, a su pequeño reino de papel.
—Que sepas que te voy a demandar por plagio —la amenaza llegó clara como una cuchillada.
Me quedé en silencio un largo instante. Como si no entendiera. Como si aquello no pudiera ser real. Es tan mayor, pensé. Tan mayor, tan respetado, tan envuelto en la aureola de su séquito, tan seguido por fieles que le ríen las gracias en cada acto público. No esperaba esto. No así. Ahí me di cuenta, por fin, de qué iba realmente aquella llamada. No era un reproche literario, ni una petición de reconocimiento, ni siquiera una queja honesta. No. Aquello era otra cosa: una demostración de poder. De quien quiere recordar su posición, su veteranía, su larga trayectoria como autor publicado, sus años de oficio. De quien se resiste a que otros —otras— ocupen un espacio que creía suyo.
—Si estamos en esas, te cuelgo ahora mismo, porque no tenemos nada más de qué hablar.
Y le colgué.
Me quedé helada. No tanto por la amenaza —inverosímil, absurda— sino por la violencia larvada en su tono, por la forma en que trataba de rebajarme con frases envueltas de autoridad falsa. Por la certeza de que no era casual que esa llamada llegara media hora antes de la presentación. No era un accidente. Era un intento de desequilibrio.
Me quedé quieta. Ya vestida, peinada, maquillada. Con las manos temblando. La rabia —esa rabia limpia, seca, que viene de la injusticia— me apretaba el pecho. Las lágrimas quisieron asomar. Las contuve. No voy a llorar, me dije. No ahora. No voy a llorar. Pero grabé un audio para mi abogado.
Él me respondió al instante: “No le contestes más. No cojas sus llamadas. Pásame los datos de ambos libros”. Lo hice. Y su veredicto fue claro, tranquilizador: “No te preocupes. No tiene razón. Los títulos no son exclusivos. Solo el contenido es protegible. Y tus textos no tienen nada que ver con los suyos. Ni por asomo”.
Fui a los Claustros de Santo Domingo con el corazón encogido. Allí me esperaba mi editor, que soltó una carcajada cuando le conté lo ocurrido. Me repitió lo del abogado: que no tenía razón, que nadie puede demandarte por el parecido de un título. Que eso no existe en derecho editorial. Al día siguiente incluso me envió un artículo de prensa sobre coincidencias de títulos en literatura: nueve libros distintos se llaman «El ángel caído». Y no pasa nada. Porque no puede pasar.
Pero el daño ya estaba hecho.
A raíz de aquello —lo supe después— una parte de su corte fiel empezó a murmurar contra mi libro. Que si falta de originalidad, que si plagio encubierto, que si escasa vergüenza. Pequeñas sombras lanzadas al vuelo en redes, en mensajes de WhatsApp, en conversaciones de pasillo.
La sorpresa fue para ellos cuando el libro —mi libro de historia para niños, de biografías mínimas y espíritu limpio— se convirtió en uno de los más vendidos de la temporada en su categoría. Porque los niños no entienden de egos marchitos ni de supremacías locales. Porque los padres buscan libros que expliquen bien las cosas pequeñas, esas que sí importan de verdad.
Pero eso ya es otro cantar.
En el fondo no me sorprendió. Las mujeres que escribimos —y publicamos— conocemos bien esa forma de hostilidad disfrazada de consejo, de corrección, de advertencia paternal. Ese «no sabes lo que haces» envuelto en cortesía rancia. Ese «aún estás a tiempo de rectificar» que suena a amenaza.
Pero no rectifiqué. Ni cambié el título. Ni dejé de ir a la presentación. Salí de casa con la cabeza alta, respirando hondo, sintiéndome parte de esa genealogía de autoras que saben lo que cuesta cada línea, cada portada, cada espacio propio. Como dijo Isabel Allende, «Acuérdate de que por ser mujer, tienes que hacer el doble o el triple de esfuerzo para obtener la mitad de reconocimiento».
Esa noche hablé de Jerez, de sus nombres olvidados y de sus figuras reales: aventureros incansables, pioneras silenciadas, mujeres de temple y hombres de sombra. De todos esos que no figuran en las crónicas solemnes ni en los blasones gastados, pero que tejieron con su paso la urdimbre secreta de la ciudad. Y mientras evocaba sus gestas pequeñas, sus desafíos y derrotas, su amenaza absurda se fue deshaciendo en el aire, como un humo antiguo que ya no asusta a nadie.
No ha vuelto a llamarme. No me ha demandado. No podía hacerlo, claro. Pero su eco sigue ahí, como un recordatorio incómodo de lo que pesa aún la arrogancia disfrazada de autoridad.
Y es que todo ese elitismo, clasismo y otros ismos no son más que ridículos disfraces para esconder la vanidad de siempre. La soberbia de quienes se creen el Pérez-Reverte de la literatura local —aunque no pasan de la fila de atrás—. La arrogancia de quienes no soportan que existan voces nuevas, miradas frescas, libros que vienen de fuera de sus amados clubes, sus academias exclusivas, sus cafés de postureo perpetuo. La prepotencia de quienes creen que el carnet de socio les otorga el poder divino de decidir qué merece ser escrito en esta ciudad vieja que a veces parece no querer despertar.
Señores, vivid y dejad vivir. Ninguno de nosotros va a colarse en el top diez de los libros más vendidos del New York Times.
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