Cuando publicar duele

Mujer sentada tras una gran pila de ejemplares del libro El caballero de la Frontera, que la ocultan casi por completo.

Tengo una deuda pendiente, sí. Pero no con mi editorial. Sin embargo, han decidido no pagarme mis derechos como autora. Esta es la historia de cómo publicar un libro puede llevarte, también, a defenderlo en los tribunales.

En 2011, con mi primer trabajo escrito —que, afortunadamente, no vio la luz porque estaba lleno de errores y candidez— me topé con una editorial que me aseguraba que publicar costaba cinco mil euros. A día de hoy, con los pies en la tierra y la experiencia a cuestas, sé que incluso pidiéndolo a color y en tiradas decentes, apenas rozaría los mil. Pero entonces no lo sabía. La trampa estaba bien tejida: aquel editor quería el compromiso de la institución que me “apoyaba” —una asociación cultural local— para adquirir una cantidad ingente de ejemplares y así recuperar lo invertido.

El problema no fue solo el dinero que no llegamos a poner, sino el tiempo que nos hizo perder. Un año entero en el que creí estar más cerca de publicar, cuando en realidad lo único que se estaba cocinando era mi ingenuidad a fuego lento. La ilusión, vestida de profesionalismo, se fue deshilachando con cada excusa, cada promesa incumplida, cada reunión pospuesta.

Cuando escribí mi primera novela, El caballero de la Frontera, tenía una editorial concreta en mente. Era local. Les conocía. Era una suerte de “groupie” de los investigadores que allí publicaban. Soñaba con formar parte de ese grupo, de esas voces que parecían saber tanto de nuestra historia, de las sombras de Jerez. Me fascinaba esa mezcla de erudición y cercanía que transmitían en sus obras.

En cuanto me dijeron que sí, que estaban interesados, empezó un largo proceso. Intercambiamos correos, me hicieron observaciones y sugerencias —ninguna corrección profunda, solo la exigencia de un número concreto de páginas—. Debía restar bastante al manuscrito original. Me dolió hacerlo, pero lo hice. Lo que siguió fue un silencio administrativo mezclado con condescendencia. El editor que se me encomendó me dejaba en visto, tardaba semanas en contestar y, un día, sin más, me dijo:

—Toma, para que veas cómo se escribe una novela.

Me entregó un libro suyo.

Lo leí. Con lupa. Porque me lo tomé como una lección. Porque si te mandan a aprender, al menos aprende algo. Y aprendí: estaba lleno de errores y presentismos históricos. Mencionaba tantas veces a los personajes sentados en una mecedora que parecía que el mueble era un protagonista más. ¿El problema? Que la historia ocurría en el siglo XVI, y la mecedora es un invento del XVIII.

Eso es lo que ocurre cuando uno va de sobrado: nunca sabes cuánto más sabe la persona a la que estás mandando a aprender.

Su protagonista, además, era de mentalidad de izquierdas, feminista, agnóstico y defensor de la homosexualidad. Una descripción que, irónicamente, podría ajustarse a mis propias convicciones personales. Pero no me vendas a un personaje del Siglo de Oro con la mentalidad de un activista contemporáneo. La ficción histórica, como mínimo, ha de respetar el alma de la época que retrata.

Después de meses de idas y venidas, llegó el verdadero motivo de tanto enredo:

—Tenemos que hablar de la financiación.

—¿De qué me estás hablando? —respondí.

No hubo más respuestas.

Ocho meses más tarde, anuncié en redes sociales que mi libro saldría publicado con otra editorial. Entonces sí me escribieron, pidiéndome explicaciones. A ver: ocho meses de silencio, y la espera de que yo financiara una publicación —asunto que se les había «olvidado» mencionar—, y ahora querían explicaciones.

Así comenzó mi camino por los entresijos del mundo editorial: aprendiendo que publicar no es solo escribir. Es también aprender a navegar entre egos, silencios y falsas promesas. Finalmente, publiqué. Firmé un contrato con una editorial distinta, con distribución regional. Me aseguraron que el libro saldría con mimo, con una buena red de librerías detrás. Y sí, salió. Se presentó, se vendió, circuló. Pero los derechos de autora fueron mermando con el tiempo. Y no me refiero a que las ventas bajaran —eso es esperable—, sino a que, a partir del tercer año, la editorial decidió “castigarme”.

¿La razón? Según ellos, no me pagan porque tengo una deuda con la distribuidora que comercializó el libro.

He aquí la paradoja: esa deuda —que efectivamente existe, y está relacionada con mi antigua librería— no forma parte del contrato editorial que firmé con ellos. Es un asunto completamente ajeno, que no figura ni condiciona mis derechos como autora. Pero han decidido no pagarme lo que me corresponde alegando que yo le debo dinero a un tercero con el que, casualmente, ellos también trabajan.

Como si un contrato privado pudiera absorber otro completamente independiente. Como si la editorial pudiera erigirse en juez y acreedor. Como si la legalidad fuese algo optativo. Esto, además de injusto, es ilegal.

Es cierto: tuve una librería. Es cierto: tengo una deuda pendiente con esa distribuidora. El mundo es pequeño. Las deudas también. Pero esa deuda es entre ellos y yo. No con la editorial. Y lo que no pueden hacer —ni legal ni éticamente— es negarme el pago de mis derechos contractuales como autora. Mi contrato está firmado con la editorial. No con la distribuidora.

Finalmente, he tenido que iniciar un procedimiento judicial: un requerimiento de pago, vía monitorio. Porque no se me ha rendido cuenta alguna en el último año ni se ha liquidado lo pactado. Y aquí conviene que el lector sepa algo importante: los autores no tenemos forma real de saber cuántos ejemplares hemos vendido. No hay un registro público, ni acceso directo a cifras en tiempo real. Tenemos que confiar ciegamente en lo que la editorial nos dice. Es decir: quienes publicamos, escribimos, firmamos, promocionamos y vendemos libros, no tenemos herramientas para auditar las ventas. Solo recibimos un informe —si llega— y un ingreso —si llega—, que debemos aceptar como verdad. Eso deja la puerta abierta a abusos, omisiones y silencios. Y en mi caso, directamente, a la negativa de pagarme.

Intentar retener mis derechos de autora para cobrarse una deuda que no les pertenece —y que ni siquiera ha sido reclamada judicialmente— es, además de inaceptable, un atropello legal. El Código Civil es muy claro: Las deudas no son contagiosas. No se heredan por afinidad empresarial. Nadie puede cobrarse con lo que no le corresponde. Si yo le debo dinero a una empresa, esa empresa me lo reclamará. Pero eso no autoriza a terceros a hacer de cobradores oficiosos con el dinero que contractualmente me pertenece.

Defender los derechos de autor no es una cuestión de dinero: es una cuestión de dignidad. De respeto. A menudo se da por sentado que escribir es un pasatiempo vocacional, un arte menor al que solo se le paga si sobra algo. Y no: es un trabajo. Tiene horas, desvelos, documentación, revisiones, correcciones, renuncias. Tiene vida.

El mundo editorial está lleno de sellos nobles y editores comprometidos. Pero también hay zonas oscuras. Proyectos que nacen del entusiasmo y mueren de egolatría. Firmas que prometen difusión pero exigen silencio. Y autores que callan. Que agotan su paciencia. Que terminan creyendo que no vale la pena reclamar lo pactado. Que «por lo menos me han publicado». Que «así funciona esto».

No. Así no funciona. O no debería. Y sí, duele escribir esto. Me duele porque este libro lo escribí con pasión, con entrega, con una mezcla de juventud e historia. Me duele porque confié en la buena voluntad de quienes me tendieron la mano. Y me duele, sobre todo, porque este libro no es solo mío: también lo es de quienes lo compraron, lo leyeron, lo esperaron en una presentación o lo regalaron con cariño. Ellos también merecen respeto.

Escribo este artículo para contar la historia completa. No solo la de una autora que reclama sus derechos, sino la de una industria que necesita más transparencia, más profesionalidad y más honestidad. Porque el prestigio no puede estar por encima del compromiso. Y porque el talento, el trabajo y la palabra firmada deben valer más que una excusa a tiempo.

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