Hay personas que hacen del desprecio una forma de presentarse ante el mundo. A mí me tocó uno en concreto. Es de esos sujetos que caminan por la vida envueltos en una capa de prestigio institucional, adornados con títulos rimbombantes y dos páginas de currículum que deben leerse antes de presentarlo en cualquier acto. Miembro de academias, director de revistas, jurado de no sé cuántos premios. Todo un abanderado de la cultura. O como diría Pedro Pacheco: de la “incurtura”. Porque la cultura, la de verdad, la que se vive, la que se apoya, la que se consume con humildad y con pasión, brilla por su ausencia en su día a día.
Con él tengo una historia que arrastra ya once años. En aquel entonces, yo era joven, delgada y me asomaba a la escritura con la ilusión de los comienzos. Publicaba pequeños textos, participaba en lecturas, empezaba a escribir mi primera novela. Y allí estaba él, siempre alrededor. Me escribió tras leer un capítulo (de ese mismo proyecto, que hoy ni a mí me convence) y me dijo que debía publicarla, que era magnífica, que tenía talento. Incluso quiso que lo hiciera en su misma editorial. Pero un día tomé otro camino y publiqué en otro sello. No lo tomó bien. Y desde entonces, cualquier cosa que publique —cuento, ensayo, novela o simple post en redes— parece provocarle un sarpullido de opinión no solicitada.
La última fue un comentario sobre un libro que me encanta. Nada grave, simplemente compartí una recomendación. Otro usuario comentó, con un tono bastante neutro, que no le había gustado mi primera novela. Bien, normal. Las primeras novelas suelen ser trampolines más que vuelos, y todo el mundo tiene derecho a expresar, con respeto, si algo que ha leído le gusta o no. Pero entonces, ahí apareció él, sin que nadie lo llamara, como siempre, con su puntual veneno: “Este, al menos, sabe escribir”. Porque claro, él no opina: sentencia. Y en su tribunal literario, reparte carnés de escritor como quien bendice con un dedo mojado en tinta.
Me pregunto a menudo qué le molesta tanto. Si será que ya no soy la joven delgada que le parecía prometedora. Voy a obviar los comentarios que también hacía sobre mi físico de por aquel entonces. Si será que elegí no seguir sus consejos. Si será que, con todo lo que él presume de cultura, hay algo que no puede soportar: que yo, con todos mis errores, mis aprendizajes y mis contradicciones, haya seguido escribiendo, publicando y, lo que es peor para él, sin tener que pagar por hacerlo.
Porque sí, ese es otro punto que duele. El gran paladín de las letras tiene su colección en la editorial en la que publica, y tiene que comprar sus ejemplares para mantener su espacio. Yo, con todo lo mal que escribo según él, aún no he tenido que pagar por publicar. Ni una vez.
Si, al menos, publicase algo, en vez de dedicarse a abrirse múltiples cuentas en redes sociales usando pseudónimo, vamos, escondiéndose, para meterse con los demás, podría justificarse. Pero no, ni publica ni deja publicar. Un perro del hortelano a la jerezana.
Y no es solo eso. Se da golpes de pecho por Jerez, se envuelve en su jerezanismo más teatral, pero no pisa una librería. No se le ve en presentaciones ajenas. No compra libros. No va a la Feria del Libro, a menos que sea él quien esté en el cartel. Lo suyo no es amor por la cultura, es amor por su reflejo en los espejos de la cultura. Quiere parecer, no ser.
Tengo recuerdos muy claros. Como aquella vez que se organizó una visita por Jerez y nos tuvo a todos esperando fuera del Museo Arqueológico porque no quería pagar 1,80€ de entrada. Hasta que no salió la directora a invitarnos a pasar gratis, no hubo manera. O el día que me soltó “¡Cuatro eurazos!” refiriéndose al precio de entrada a un palacio que se había abierto al público recientemente. Pero eso sí: luego lo verás hablar en una conferencia sobre el valor del patrimonio, sobre la importancia de defender lo nuestro. Pura pose.
También recuerdo cómo reaccionó cuando alguien habló bien de la historia de Cádiz. Se encendió. Casi le faltó sacar un mapa para recalcar que Jerez es más, que Jerez es todo. Ese chovinismo rancio, ese provincialismo competitivo, que tanto daño le hace a la cultura que dice defender.
Y no es el único. En este ambiente, sobran los escritores y poetas que solo aparecen si hay un foco apuntándolos. Los que no van a la presentación de otro colega, pero sí se indignan si nadie va a la suya. Los que no leen a los demás pero esperan ser leídos. Los que se rodean de un séquito de palmeros que alimentan ese falso aura de intelectualidad, aunque nunca compren un libro ni apoyen a un autor novel.
Mientras tanto, hay quienes seguimos escribiendo a pesar del juicio, del esnobismo, del ninguneo. No porque queramos figurar, sino porque escribir es una forma de vivir, de pensar, de resistir. Aunque no siempre guste. Aunque la primera novela no haya salido bien. Aunque cada texto sea una batalla entre lo que uno quiere decir y lo que realmente consigue plasmar.
A veces me pregunto por qué molesta tanto que una siga escribiendo. Quizás porque no necesitamos su bendición para hacerlo. Porque, mientras él sigue encerrado en su círculo de aplausos institucionales, otros seguimos leyendo, escribiendo, yendo a presentaciones ajenas, pagando entradas a museos sin protestar, comprando libros, compartiendo lecturas. Viviendo la cultura de verdad.
No sé si algún día entenderá que lo cultural no se mide en membresías ni en títulos, sino en compromiso, en presencia, en humildad. Tal vez no. Tal vez siga con su cruzada por imponer su visión única de lo que es culto y lo que no. Pero, por suerte, algunos ya no le compramos el personaje. Ni sus libros.
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