Un cuaderno digital donde caben las dudas, los destellos y lo que no llega a los periódicos.

  • Leer o no leer no es la cuestión

    María Pombo lo dijo sin rodeos: no le gusta leer, y no pasa nada. Añadió, además, que quienes disfrutan con los libros no son mejores que ella por hacerlo. Y, en cierto modo, tiene razón: la bondad no se mide en páginas leídas, ni la virtud depende de una biblioteca repleta. El problema no es su preferencia personal, sino el eco de sus palabras. Porque cuando uno habla ante millones de seguidores, sus frases dejan de ser inocentes y se convierten en mensajes que moldean hábitos, expectativas y hasta identidades.

    No, leer no te convierte en santo ni en genio. Pero sí transforma la forma de estar en el mundo. Te permite habitar pieles ajenas, ampliar horizontes, poner nombre a lo que sientes y nunca supiste expresar. Te da vocabulario para tus emociones y perspectiva para tus juicios. No garantiza bondad, pero sí concede matices. Y esos matices, aunque no te hagan “mejor”, te hacen distinta.

    Por eso inquieta. Porque un adolescente que escuche a su referente decir que no pasa nada por no leer, probablemente no lo haga. Y enganchar a un chaval a la lectura ya es difícil con la batalla constante contra el móvil, la Play o TikTok. Si, además, añadimos voces que cuestionan el valor del libro, la balanza se inclina aún más hacia la pantalla.

    No se trata de demonizar a quien no lee. Todos tenemos aficiones distintas. Es tan legítimo disfrutar de un partido de fútbol como de un poema. El problema surge cuando la preferencia personal se convierte en discurso público. Cuando se transmite que leer no importa, porque sí importa. Y mucho.

    La paradoja no pasa desapercibida: María Pombo es nieta de Concha Espina, novelista de prestigio, varias veces candidata al Nobel de Literatura, capaz de retratar sentimientos humanos con hondura. Un siglo después, su nieta ha convertido la liviandad en seña de identidad: icono de moda, cosméticos y escaparates digitales. Dos formas de estar en el mundo: una que profundiza, otra que flota en la superficie. La genética no garantiza la vocación, pero el contraste duele.

    Decir que leer no importa es como decir que comer sano no importa. Puedes ser una gran persona y desayunar bollería industrial cada día. Pero tu cuerpo lo notará. Con la mente sucede igual: leer es alimento. No asegura la virtud, pero sí nutre.

    Quienes trabajamos entre libros lo vemos a diario: los niños que provienen de casas donde se lee no son “mejores”, pero manejan mejor las palabras, la imaginación, la empatía. Tienen un mundo interior más ancho. Y cuando eso falta, se nota. No es elitismo, es pura experiencia.

    Quizá el problema esté en cómo nos presentaron la lectura. Muchos arrastran el recuerdo escolar de libros impuestos, vocabulario inabarcable, exámenes que convertían la literatura en castigo. Es injusto: hay un libro para cada lector. Novelas gráficas, ensayos breves, ciencia ficción, romances, cómics, clásicos o manuales prácticos. No existen lecturas de primera ni de segunda. Lo importante es abrir una puerta, cualquiera, y descubrir que dentro hay un universo.

    Conviene recordar también algo esencial: quien tiene un altavoz tan poderoso debería medir mejor lo que transmite. Porque, como dice el proverbio, si tienes algo que decir, procura que tus palabras sean más interesantes que el silencio. Y el silencio, en este caso, habría hecho menos daño.

    No se trata de menospreciar el oficio de influencer ni el talento empresarial que Pombo ha demostrado. Pero sí de señalar que, aunque vender cremas dé dinero, leer abre la sensibilidad, el pensamiento crítico, la capacidad de imaginar lo invisible. Lo que se cultiva dentro vale infinitamente más que la crema más cara del mercado.

    Hace más de un siglo, Antonio Machado retrató un país adormecido en su atraso moral e intelectual: “La España de charanga y pandereta, devota de Frascuelo y de María…”. Hoy podríamos añadir: la España de la story y el reel, devota de la inmediatez y de los iconos efímeros. El paralelismo incomoda, pero ahí está: seguimos celebrando lo superficial y desdeñando lo profundo.

    No, leer no te hace mejor persona. Pero sí te da un privilegio silencioso: el de vivir más vidas de las que caben en una sola. De sentir emociones ajenas, de comprender lo distinto, de viajar sin moverte. La lectura amplía la existencia, la hace más rica en matices. Eso no convierte en superior a quien lee, pero sí en alguien con más recursos para habitar su mundo interior.

    Quien lee no vale más, pero sí vive más. Y eso ya es mucho. Lo vemos en los chavales que se acercan a una biblioteca: los que han aprendido a leer por placer tienen herramientas para enfrentarse al mundo. Los que nunca lo hicieron llegan más desnudos, más pobres de palabras.

    La influencer puede seguir sin leer, y nadie se lo reprocha. La lectura no es obligación, ni pasaporte de moralidad. Pero otra cosa es proclamar que da lo mismo. Porque no da lo mismo. Y no deberíamos permitir que se trivialice lo que un libro significa: un espacio íntimo donde el silencio se llena de voces, donde el tiempo se suspende, donde la imaginación se expande.

    Al final, no se trata de ser “mejor” o “peor”, sino de elegir cómo queremos vivir. Y, como escribió Benito Olmo, que lea quien quiera leer. Lo único que no deberíamos permitir es que se banalice lo que ocurre cuando se enciende la lámpara amarilla de un libro. Porque allí dentro, créeme, el aire se respira distinto.

  • Violación digital: compartir fotos íntimas sin permiso

    Hay noticias que se consumen con incredulidad, que nos hacen llevarnos las manos a la cabeza y pasar página; y hay otras que se clavan, que rasgan viejas certezas y atraviesan fronteras que una creía selladas para siempre. La aparición de un grupo en Facebook en el que varios hombres intercambiaban fotos íntimas de sus esposas pertenece, sin duda, a estas últimas. Una de esas anécdotas que no apetece contar, pero que regresan como un golpe seco cuando la realidad confirma que no eran hechos aislados, sino síntomas de algo mucho más grande y más oscuro.

    Hace años tuve una pareja. Durante una conversación aparentemente banal, en la que hablábamos de nuestras infidelidades pasadas en otras relaciones, él me confesó que había estado con un hombre. Lo dijo con naturalidad, casi con cierta vanidad, como quien enumera una aventura más. Yo, con curiosidad genuina, le pregunté cómo lo habían conocido, si había sido en un garito de ambiente o en algún círculo concreto. Y entonces me lo soltó, sin pestañear: lo había conocido a través de un espacio en Internet donde hombres compartían fotos de sus esposas o parejas desnudas.

    No recuerdo haber sentido nunca un frío tan cortante en el estómago. Imaginé de golpe a la madre de sus hijos expuesta ante desconocidos, no como mujer deseante y libre, sino como objeto en un escaparate virtual. Y me horrorizó. No pensé ni en mí misma, ni en las veces que yo misma había cedido a dejarme fotografiar con un gesto sensual, con una copa de más, porque él insistía con esa voz halagadora que me hacía sentir distinta: «No quiero una modelo cualquiera, quiero una foto tuya». Entonces me parecía un cumplido. Después comprendí que no era admiración, sino codicia.

    Aquel día no pensé en mis propias imágenes, sino en la barbaridad que escondía su confesión. Que alguien pudiera utilizar la confianza depositada en un instante íntimo para alimentar un circuito de intercambio en el que otras mujeres también habían sido traicionadas. Eso es lo que más me dolió: que no se trataba de un juego entre dos, ni siquiera de una perversión privada, sino de un mercado de traiciones.

    Porque el deseo es legítimo, la fantasía también lo es. Pero una cosa es jugar con la complicidad de quien acepta, y otra muy distinta es robar ese gesto, esa entrega, y ofrecerla a terceros sin que ella lo sepa. Lo primero puede ser erótico; lo segundo es violencia.

    Algunos dirán que lo más grave es la infidelidad, que en mi caso incluyó también una relación de él con otro hombre. Para mí, eso es secundario: una infidelidad más, de tantas. Lo insoportable no fue eso, sino que para llegar ahí utilizaran lo que no les pertenecía: la intimidad de mujeres que nunca consintieron estar en ese escaparate.

    La confianza es un bien frágil. Se entrega sin contrato, sin cláusulas, porque creemos en el otro. No se comparte. Y menos aún se negocia. Y, sin embargo, estos hombres lo hacen: toman lo que les es concedido en intimidad y lo convierten en moneda de cambio. No tienen bastante con lo que se les da, necesitan más, necesitan compararse, acumular, presumir. Son, en el fondo, ladrones emocionales.

    Recuerdo perfectamente mi reacción. No quise seguir escuchando. No quise que me explicara qué página era, ni cómo funcionaba. No me interesaba. Solo sabía que no podía continuar con alguien así. Lo dejé esa misma tarde. Sin escenas dramáticas, sin gritos, pero con una claridad absoluta: no se puede amar a alguien que hace algo semejante. No se lo merece.

    Y no tiene nada que ver con su exmujer, con quien yo no tenía trato alguno. No lo hice por ella. Lo hice porque lo justo se hace sin necesitar testigos, sin esperar medallas, sin necesidad de contárselo a la víctima. Se hace porque es intolerable. Y porque si se tolera, se normaliza.

    Él nunca entendió por qué lo dejé. Me lo reprochó después, como si se tratara de un capricho. Pero la línea estaba clara: alguien capaz de traicionar así a la persona con la que comparte su vida es incapaz de sostener un vínculo real. Y, además, es alguien peligroso.

    Porque no hablamos de un error menor, de un desliz pasajero. Estamos hablando de violación digital. De acoso digital. Y eso no es menos violencia que la física. No basta con minimizarlo con frases como «bueno, tampoco le ha hecho nada directamente». ¿Cómo que no? Ha compartido una imagen privada, tomada en confianza, sin consentimiento. Eso es una agresión. Eso es una violación de la intimidad tan grave como un allanamiento de morada o como la revelación de secretos protegidos por la ley.

    El consentimiento es el corazón de todo vínculo íntimo. Y cuando se quiebra, todo lo demás se derrumba. No hay excusas, no hay contexto que lo atenúe. No hay «pero estaba borracha» ni «pero él la convenció con halagos». Si no hay consentimiento expreso, no existe justificación.

    Hoy pienso en cuántas mujeres, sin saberlo, han sido víctimas de esa misma traición. Cuántas fotos íntimas circulan en chats, foros, grupos privados, sin que sus protagonistas lo sepan. Y me duele imaginar la magnitud del silencio. Porque muchas veces esas mujeres jamás lo descubrirán. Seguirán creyendo que sus imágenes viven únicamente en el recuerdo privado de quien las tomó. Y, sin embargo, habrán sido convertidas en mercancía.

    Lo peor de todo es que esa traición se sostiene en el engaño. «No quiero a una modelo, te quiero a ti», dicen. Y una, crédula, quiere creer que se trata de amor, de deseo genuino. Lo que no nos cuentan es que, en realidad, esas fotos no son para mirarnos, sino para presumir de nosotras. Para poner precio a nuestra intimidad en un mercado que nunca aceptamos.

    Cuando lo pienso, siento rabia, pero también compasión, y no de la buena. Porque un hombre que necesita exponer así a su pareja está vacío. No es un amante, es un coleccionista de trofeos. Y los trofeos nunca aman de vuelta.

    Por eso escribo esto. Porque necesitamos nombrar lo que ocurre, sin suavizarlo. No es un juego. No es una travesura. Es violencia. Es traición. Y es delito.

    La noticia de este grupo de Facebook no me sorprende. Lo que me sorprende es que aún haya quien lo considere una anécdota, una gamberrada virtual. No lo es. Detrás de cada foto hay una mujer que confió, que entregó algo íntimo, que quizá nunca sabrá lo que ocurrió. Y esa ignorancia no la protege: la condena doblemente.

    No sé si algún día existirán leyes que de verdad castiguen con dureza estas prácticas. No sé si habrá suficientes recursos para perseguirlas. Pero sé que mientras tanto, nuestra responsabilidad es clara: no callar, no mirar hacia otro lado, no justificar.

    El día que escuché aquella confesión y cerré la puerta detrás de mí, no estaba salvando a su exmujer, ni a ninguna otra. Estaba salvándome a mí. Porque entendí que una relación construida sobre la traición de otras mujeres no puede sostenerse nunca. Y porque aprendí que la confianza, una vez rota, no se recompone.

    No hay foto sensual que valga la pena si se paga con la humillación. No hay amor verdadero si se construye sobre la exposición de las demás. Y no hay hombre bueno que pueda justificar semejante barbaridad.

    La confianza no se comparte. Y quien lo hace debería pagarlo.

  • El abanderado de la «incultura»

    Hay personas que hacen del desprecio una forma de presentarse ante el mundo. A mí me tocó uno en concreto. Es de esos sujetos que caminan por la vida envueltos en una capa de prestigio institucional, adornados con títulos rimbombantes y dos páginas de currículum que deben leerse antes de presentarlo en cualquier acto. Miembro de academias, director de revistas, jurado de no sé cuántos premios. Todo un abanderado de la cultura. O como diría Pedro Pacheco: de la “incurtura”. Porque la cultura, la de verdad, la que se vive, la que se apoya, la que se consume con humildad y con pasión, brilla por su ausencia en su día a día.

    Con él tengo una historia que arrastra ya once años. En aquel entonces, yo era joven, delgada y me asomaba a la escritura con la ilusión de los comienzos. Publicaba pequeños textos, participaba en lecturas, empezaba a escribir mi primera novela. Y allí estaba él, siempre alrededor. Me escribió tras leer un capítulo (de ese mismo proyecto, que hoy ni a mí me convence) y me dijo que debía publicarla, que era magnífica, que tenía talento. Incluso quiso que lo hiciera en su misma editorial. Pero un día tomé otro camino y publiqué en otro sello. No lo tomó bien. Y desde entonces, cualquier cosa que publique —cuento, ensayo, novela o simple post en redes— parece provocarle un sarpullido de opinión no solicitada.

    La última fue un comentario sobre un libro que me encanta. Nada grave, simplemente compartí una recomendación. Otro usuario comentó, con un tono bastante neutro, que no le había gustado mi primera novela. Bien, normal. Las primeras novelas suelen ser trampolines más que vuelos, y todo el mundo tiene derecho a expresar, con respeto, si algo que ha leído le gusta o no. Pero entonces, ahí apareció él, sin que nadie lo llamara, como siempre, con su puntual veneno: “Este, al menos, sabe escribir”. Porque claro, él no opina: sentencia. Y en su tribunal literario, reparte carnés de escritor como quien bendice con un dedo mojado en tinta.

    Me pregunto a menudo qué le molesta tanto. Si será que ya no soy la joven delgada que le parecía prometedora. Voy a obviar los comentarios que también hacía sobre mi físico de por aquel entonces. Si será que elegí no seguir sus consejos. Si será que, con todo lo que él presume de cultura, hay algo que no puede soportar: que yo, con todos mis errores, mis aprendizajes y mis contradicciones, haya seguido escribiendo, publicando y, lo que es peor para él, sin tener que pagar por hacerlo.

    Porque sí, ese es otro punto que duele. El gran paladín de las letras tiene su colección en la editorial en la que publica, y tiene que comprar sus ejemplares para mantener su espacio. Yo, con todo lo mal que escribo según él, aún no he tenido que pagar por publicar. Ni una vez.

    Si, al menos, publicase algo, en vez de dedicarse a abrirse múltiples cuentas en redes sociales usando pseudónimo, vamos, escondiéndose, para meterse con los demás, podría justificarse. Pero no, ni publica ni deja publicar. Un perro del hortelano a la jerezana.

    Y no es solo eso. Se da golpes de pecho por Jerez, se envuelve en su jerezanismo más teatral, pero no pisa una librería. No se le ve en presentaciones ajenas. No compra libros. No va a la Feria del Libro, a menos que sea él quien esté en el cartel. Lo suyo no es amor por la cultura, es amor por su reflejo en los espejos de la cultura. Quiere parecer, no ser.

    Tengo recuerdos muy claros. Como aquella vez que se organizó una visita por Jerez y nos tuvo a todos esperando fuera del Museo Arqueológico porque no quería pagar 1,80€ de entrada. Hasta que no salió la directora a invitarnos a pasar gratis, no hubo manera. O el día que me soltó “¡Cuatro eurazos!” refiriéndose al precio de entrada a un palacio que se había abierto al público recientemente. Pero eso sí: luego lo verás hablar en una conferencia sobre el valor del patrimonio, sobre la importancia de defender lo nuestro. Pura pose.

    También recuerdo cómo reaccionó cuando alguien habló bien de la historia de Cádiz. Se encendió. Casi le faltó sacar un mapa para recalcar que Jerez es más, que Jerez es todo. Ese chovinismo rancio, ese provincialismo competitivo, que tanto daño le hace a la cultura que dice defender.

    Y no es el único. En este ambiente, sobran los escritores y poetas que solo aparecen si hay un foco apuntándolos. Los que no van a la presentación de otro colega, pero sí se indignan si nadie va a la suya. Los que no leen a los demás pero esperan ser leídos. Los que se rodean de un séquito de palmeros que alimentan ese falso aura de intelectualidad, aunque nunca compren un libro ni apoyen a un autor novel.

    Mientras tanto, hay quienes seguimos escribiendo a pesar del juicio, del esnobismo, del ninguneo. No porque queramos figurar, sino porque escribir es una forma de vivir, de pensar, de resistir. Aunque no siempre guste. Aunque la primera novela no haya salido bien. Aunque cada texto sea una batalla entre lo que uno quiere decir y lo que realmente consigue plasmar.

    A veces me pregunto por qué molesta tanto que una siga escribiendo. Quizás porque no necesitamos su bendición para hacerlo. Porque, mientras él sigue encerrado en su círculo de aplausos institucionales, otros seguimos leyendo, escribiendo, yendo a presentaciones ajenas, pagando entradas a museos sin protestar, comprando libros, compartiendo lecturas. Viviendo la cultura de verdad.

    No sé si algún día entenderá que lo cultural no se mide en membresías ni en títulos, sino en compromiso, en presencia, en humildad. Tal vez no. Tal vez siga con su cruzada por imponer su visión única de lo que es culto y lo que no. Pero, por suerte, algunos ya no le compramos el personaje. Ni sus libros.

  • «Te voy a demandar por plagio»

    La amenaza que recibí media hora antes de la presentación de mi libro

    Me disponía a salir de casa rumbo a la inauguración de la exposición que acompañaba la presentación del libro nuevo que lanzaba. Una obra para niños, modesta, sencilla, que recoge pequeñas biografías de personajes históricos, viajeros, marineros, aventureros que se atrevieron a ir un paso más allá cuando el mundo aún no estaba del todo dibujado. Nada que ver con la épica grandilocuente de los libros de historia al uso. Este iba de cosas menudas. Cosas que caben en la cabeza de un niño curioso.

    Hay momentos en los que la realidad te zarandea sin previo aviso. Sin música preliminar, sin prólogo amable. Te despierta como un portazo en mitad de la noche, cuando todo está dispuesto para la calma. Y fue uno de esos días. Tenía todo preparado: los carteles impresos, las copias apiladas en la mesa, el discurso breve ensayado frente al espejo del recibidor. La ilusión —ingenua, intacta— de quien va a presentar un libro que ha escrito con cariño y sin más pretensión que la de contar bien una historia. Era un día especial. Pero, a media hora de salir, sonó el teléfono desde un número desconocido. No suelo cogerlos, pero aquel día, con tanta cosa pendiente, respondí sin pensarlo demasiado.

    —Hola, soy Fulanito de Tal —dijo una voz grave, gastada, conocida, pero ajena a mí.

    Sabía quién era. No nos une amistad, ni trato alguno, pero en Jerez, donde todos se cruzan en ferias del libro y ciclos de conferencias, es difícil no conocer ciertos nombres. Y el suyo es uno de esos que suenan fuerte en ciertos círculos de esta ciudad antigua donde los apellidos pesan más que los hechos. Alguien venerado por los suyos, seguido con devoción por la tercera edad ilustrada de la comarca.

    Su voz me sonó impostada, afable al principio. Supuse que llamaba por cortesía, tal vez para interesarse por la presentación. Pero no. Pronto quedó claro que su intención era otra.

    —¿Cómo es posible que hayas titulado tu libro de una forma tan parecida a uno mío?

    Al principio creí que buscaba una explicación razonable, quizá una disculpa involuntaria. Tal vez un reproche formal. Le contesté con la verdad: desconocía la existencia de su obra. Jamás había oído hablar de ella. Mi libro era otro mundo, otro propósito, otro tono, otro público. Pero él seguía. El título, de hecho, lo había propuesto mi editor, no yo. Pero no pareció importarle. Su tono subió un grado, como quien prepara un asalto.

    —No me vengas con tonterías —soltó, altanero—. Tengo muchos libros publicados. Los títulos los pone el autor, no el editor.

    Respiré hondo. Quise pensar que se trataba de un malentendido, de ese orgullo herido tan habitual en ciertos círculos literarios donde los egos son más densos que las páginas. Yo intenté explicarme. Que mi libro era para niños, que hablaba de viajeros, de personajes históricos reales, que no era ni ensayo ni novela ni nada parecido a lo suyo. Pero ya daba igual. Él no se detuvo. Siguió hurgando.

    —Te voy a decir una cosa —insistió, sin bajar la voz—. A mí se me caería la cara de vergüenza de presentar un libro sabiendo que hay otro que se llama igual.

    Mentira. No se llamaban igual. Muy parecido, sí. Pero no igual. Como tantos otros títulos que comparten palabras, temas, resonancias inevitables en una ciudad como esta, donde la historia se pisa con las mismas botas. Pero ni el contenido, ni el propósito, ni el lector tenían nada que ver. Lo supe entonces: no había llamado para aclarar nada. Había llamado para otra cosa. Para dejar claro su sitio. Para advertirme. Como si el mero parecido fuera una afrenta personal, un ultraje a su obra, a su nombre, a su pequeño reino de papel.

    —Que sepas que te voy a demandar por plagio —la amenaza llegó clara como una cuchillada.

    Me quedé en silencio un largo instante. Como si no entendiera. Como si aquello no pudiera ser real. Es tan mayor, pensé. Tan mayor, tan respetado, tan envuelto en la aureola de su séquito, tan seguido por fieles que le ríen las gracias en cada acto público. No esperaba esto. No así. Ahí me di cuenta, por fin, de qué iba realmente aquella llamada. No era un reproche literario, ni una petición de reconocimiento, ni siquiera una queja honesta. No. Aquello era otra cosa: una demostración de poder. De quien quiere recordar su posición, su veteranía, su larga trayectoria como autor publicado, sus años de oficio. De quien se resiste a que otros —otras— ocupen un espacio que creía suyo.

    —Si estamos en esas, te cuelgo ahora mismo, porque no tenemos nada más de qué hablar.

    Y le colgué.

    Me quedé helada. No tanto por la amenaza —inverosímil, absurda— sino por la violencia larvada en su tono, por la forma en que trataba de rebajarme con frases envueltas de autoridad falsa. Por la certeza de que no era casual que esa llamada llegara media hora antes de la presentación. No era un accidente. Era un intento de desequilibrio.

    Me quedé quieta. Ya vestida, peinada, maquillada. Con las manos temblando. La rabia —esa rabia limpia, seca, que viene de la injusticia— me apretaba el pecho. Las lágrimas quisieron asomar. Las contuve. No voy a llorar, me dije. No ahora. No voy a llorar. Pero grabé un audio para mi abogado.

    Él me respondió al instante: “No le contestes más. No cojas sus llamadas. Pásame los datos de ambos libros”. Lo hice. Y su veredicto fue claro, tranquilizador: “No te preocupes. No tiene razón. Los títulos no son exclusivos. Solo el contenido es protegible. Y tus textos no tienen nada que ver con los suyos. Ni por asomo”.

    Fui a los Claustros de Santo Domingo con el corazón encogido. Allí me esperaba mi editor, que soltó una carcajada cuando le conté lo ocurrido. Me repitió lo del abogado: que no tenía razón, que nadie puede demandarte por el parecido de un título. Que eso no existe en derecho editorial. Al día siguiente incluso me envió un artículo de prensa sobre coincidencias de títulos en literatura: nueve libros distintos se llaman «El ángel caído». Y no pasa nada. Porque no puede pasar.

    Pero el daño ya estaba hecho.

    A raíz de aquello —lo supe después— una parte de su corte fiel empezó a murmurar contra mi libro. Que si falta de originalidad, que si plagio encubierto, que si escasa vergüenza. Pequeñas sombras lanzadas al vuelo en redes, en mensajes de WhatsApp, en conversaciones de pasillo.

    La sorpresa fue para ellos cuando el libro —mi libro de historia para niños, de biografías mínimas y espíritu limpio— se convirtió en uno de los más vendidos de la temporada en su categoría. Porque los niños no entienden de egos marchitos ni de supremacías locales. Porque los padres buscan libros que expliquen bien las cosas pequeñas, esas que sí importan de verdad.

    Pero eso ya es otro cantar.

    En el fondo no me sorprendió. Las mujeres que escribimos —y publicamos— conocemos bien esa forma de hostilidad disfrazada de consejo, de corrección, de advertencia paternal. Ese «no sabes lo que haces» envuelto en cortesía rancia. Ese «aún estás a tiempo de rectificar» que suena a amenaza.

    Pero no rectifiqué. Ni cambié el título. Ni dejé de ir a la presentación. Salí de casa con la cabeza alta, respirando hondo, sintiéndome parte de esa genealogía de autoras que saben lo que cuesta cada línea, cada portada, cada espacio propio. Como dijo Isabel Allende, «Acuérdate de que por ser mujer, tienes que hacer el doble o el triple de esfuerzo para obtener la mitad de reconocimiento».


    Esa noche hablé de Jerez, de sus nombres olvidados y de sus figuras reales: aventureros incansables, pioneras silenciadas, mujeres de temple y hombres de sombra. De todos esos que no figuran en las crónicas solemnes ni en los blasones gastados, pero que tejieron con su paso la urdimbre secreta de la ciudad. Y mientras evocaba sus gestas pequeñas, sus desafíos y derrotas, su amenaza absurda se fue deshaciendo en el aire, como un humo antiguo que ya no asusta a nadie.

    No ha vuelto a llamarme. No me ha demandado. No podía hacerlo, claro. Pero su eco sigue ahí, como un recordatorio incómodo de lo que pesa aún la arrogancia disfrazada de autoridad.

    Y es que todo ese elitismo, clasismo y otros ismos no son más que ridículos disfraces para esconder la vanidad de siempre. La soberbia de quienes se creen el Pérez-Reverte de la literatura local —aunque no pasan de la fila de atrás—. La arrogancia de quienes no soportan que existan voces nuevas, miradas frescas, libros que vienen de fuera de sus amados clubes, sus academias exclusivas, sus cafés de postureo perpetuo. La prepotencia de quienes creen que el carnet de socio les otorga el poder divino de decidir qué merece ser escrito en esta ciudad vieja que a veces parece no querer despertar.

    Señores, vivid y dejad vivir. Ninguno de nosotros va a colarse en el top diez de los libros más vendidos del New York Times.

  • Cuando publicar duele

    Tengo una deuda pendiente, sí. Pero no con mi editorial. Sin embargo, han decidido no pagarme mis derechos como autora. Esta es la historia de cómo publicar un libro puede llevarte, también, a defenderlo en los tribunales.

    En 2011, con mi primer trabajo escrito —que, afortunadamente, no vio la luz porque estaba lleno de errores y candidez— me topé con una editorial que me aseguraba que publicar costaba cinco mil euros. A día de hoy, con los pies en la tierra y la experiencia a cuestas, sé que incluso pidiéndolo a color y en tiradas decentes, apenas rozaría los mil. Pero entonces no lo sabía. La trampa estaba bien tejida: aquel editor quería el compromiso de la institución que me “apoyaba” —una asociación cultural local— para adquirir una cantidad ingente de ejemplares y así recuperar lo invertido.

    El problema no fue solo el dinero que no llegamos a poner, sino el tiempo que nos hizo perder. Un año entero en el que creí estar más cerca de publicar, cuando en realidad lo único que se estaba cocinando era mi ingenuidad a fuego lento. La ilusión, vestida de profesionalismo, se fue deshilachando con cada excusa, cada promesa incumplida, cada reunión pospuesta.

    Cuando escribí mi primera novela, El caballero de la Frontera, tenía una editorial concreta en mente. Era local. Les conocía. Era una suerte de “groupie” de los investigadores que allí publicaban. Soñaba con formar parte de ese grupo, de esas voces que parecían saber tanto de nuestra historia, de las sombras de Jerez. Me fascinaba esa mezcla de erudición y cercanía que transmitían en sus obras.

    En cuanto me dijeron que sí, que estaban interesados, empezó un largo proceso. Intercambiamos correos, me hicieron observaciones y sugerencias —ninguna corrección profunda, solo la exigencia de un número concreto de páginas—. Debía restar bastante al manuscrito original. Me dolió hacerlo, pero lo hice. Lo que siguió fue un silencio administrativo mezclado con condescendencia. El editor que se me encomendó me dejaba en visto, tardaba semanas en contestar y, un día, sin más, me dijo:

    —Toma, para que veas cómo se escribe una novela.

    Me entregó un libro suyo.

    Lo leí. Con lupa. Porque me lo tomé como una lección. Porque si te mandan a aprender, al menos aprende algo. Y aprendí: estaba lleno de errores y presentismos históricos. Mencionaba tantas veces a los personajes sentados en una mecedora que parecía que el mueble era un protagonista más. ¿El problema? Que la historia ocurría en el siglo XVI, y la mecedora es un invento del XVIII.

    Eso es lo que ocurre cuando uno va de sobrado: nunca sabes cuánto más sabe la persona a la que estás mandando a aprender.

    Su protagonista, además, era de mentalidad de izquierdas, feminista, agnóstico y defensor de la homosexualidad. Una descripción que, irónicamente, podría ajustarse a mis propias convicciones personales. Pero no me vendas a un personaje del Siglo de Oro con la mentalidad de un activista contemporáneo. La ficción histórica, como mínimo, ha de respetar el alma de la época que retrata.

    Después de meses de idas y venidas, llegó el verdadero motivo de tanto enredo:

    —Tenemos que hablar de la financiación.

    —¿De qué me estás hablando? —respondí.

    No hubo más respuestas.

    Ocho meses más tarde, anuncié en redes sociales que mi libro saldría publicado con otra editorial. Entonces sí me escribieron, pidiéndome explicaciones. A ver: ocho meses de silencio, y la espera de que yo financiara una publicación —asunto que se les había «olvidado» mencionar—, y ahora querían explicaciones.

    Así comenzó mi camino por los entresijos del mundo editorial: aprendiendo que publicar no es solo escribir. Es también aprender a navegar entre egos, silencios y falsas promesas. Finalmente, publiqué. Firmé un contrato con una editorial distinta, con distribución regional. Me aseguraron que el libro saldría con mimo, con una buena red de librerías detrás. Y sí, salió. Se presentó, se vendió, circuló. Pero los derechos de autora fueron mermando con el tiempo. Y no me refiero a que las ventas bajaran —eso es esperable—, sino a que, a partir del tercer año, la editorial decidió “castigarme”.

    ¿La razón? Según ellos, no me pagan porque tengo una deuda con la distribuidora que comercializó el libro.

    He aquí la paradoja: esa deuda —que efectivamente existe, y está relacionada con mi antigua librería— no forma parte del contrato editorial que firmé con ellos. Es un asunto completamente ajeno, que no figura ni condiciona mis derechos como autora. Pero han decidido no pagarme lo que me corresponde alegando que yo le debo dinero a un tercero con el que, casualmente, ellos también trabajan.

    Como si un contrato privado pudiera absorber otro completamente independiente. Como si la editorial pudiera erigirse en juez y acreedor. Como si la legalidad fuese algo optativo. Esto, además de injusto, es ilegal.

    Es cierto: tuve una librería. Es cierto: tengo una deuda pendiente con esa distribuidora. El mundo es pequeño. Las deudas también. Pero esa deuda es entre ellos y yo. No con la editorial. Y lo que no pueden hacer —ni legal ni éticamente— es negarme el pago de mis derechos contractuales como autora. Mi contrato está firmado con la editorial. No con la distribuidora.

    Finalmente, he tenido que iniciar un procedimiento judicial: un requerimiento de pago, vía monitorio. Porque no se me ha rendido cuenta alguna en el último año ni se ha liquidado lo pactado. Y aquí conviene que el lector sepa algo importante: los autores no tenemos forma real de saber cuántos ejemplares hemos vendido. No hay un registro público, ni acceso directo a cifras en tiempo real. Tenemos que confiar ciegamente en lo que la editorial nos dice. Es decir: quienes publicamos, escribimos, firmamos, promocionamos y vendemos libros, no tenemos herramientas para auditar las ventas. Solo recibimos un informe —si llega— y un ingreso —si llega—, que debemos aceptar como verdad. Eso deja la puerta abierta a abusos, omisiones y silencios. Y en mi caso, directamente, a la negativa de pagarme.

    Intentar retener mis derechos de autora para cobrarse una deuda que no les pertenece —y que ni siquiera ha sido reclamada judicialmente— es, además de inaceptable, un atropello legal. El Código Civil es muy claro: Las deudas no son contagiosas. No se heredan por afinidad empresarial. Nadie puede cobrarse con lo que no le corresponde. Si yo le debo dinero a una empresa, esa empresa me lo reclamará. Pero eso no autoriza a terceros a hacer de cobradores oficiosos con el dinero que contractualmente me pertenece.

    Defender los derechos de autor no es una cuestión de dinero: es una cuestión de dignidad. De respeto. A menudo se da por sentado que escribir es un pasatiempo vocacional, un arte menor al que solo se le paga si sobra algo. Y no: es un trabajo. Tiene horas, desvelos, documentación, revisiones, correcciones, renuncias. Tiene vida.

    El mundo editorial está lleno de sellos nobles y editores comprometidos. Pero también hay zonas oscuras. Proyectos que nacen del entusiasmo y mueren de egolatría. Firmas que prometen difusión pero exigen silencio. Y autores que callan. Que agotan su paciencia. Que terminan creyendo que no vale la pena reclamar lo pactado. Que «por lo menos me han publicado». Que «así funciona esto».

    No. Así no funciona. O no debería. Y sí, duele escribir esto. Me duele porque este libro lo escribí con pasión, con entrega, con una mezcla de juventud e historia. Me duele porque confié en la buena voluntad de quienes me tendieron la mano. Y me duele, sobre todo, porque este libro no es solo mío: también lo es de quienes lo compraron, lo leyeron, lo esperaron en una presentación o lo regalaron con cariño. Ellos también merecen respeto.

    Escribo este artículo para contar la historia completa. No solo la de una autora que reclama sus derechos, sino la de una industria que necesita más transparencia, más profesionalidad y más honestidad. Porque el prestigio no puede estar por encima del compromiso. Y porque el talento, el trabajo y la palabra firmada deben valer más que una excusa a tiempo.

  • La ilustración

    ¿Y por qué tengo que verme yo supeditada a un hombre? A un hombre que ha decidido que una mujer no puede escribir sobre historia bélica y se refiere a mi libro, en el que he pasado los últimos tres años trabajando, como ciencia ficción. ¿Le cae mal que haya rescatado a las veintiuna mujeres que llegaron a Jerez en 1267 como caballero ciudadano? ¿Pretendía él que esa decisión que tomó el rey Alfonso X el Sabio quedase relegado al olvido?

    El mundo de las editoriales funciona cual engranaje para que el libro acabe en los anaqueles de los lectores. No es cuestión de la autora, del editor, de la representante, del ilustrador, de la correctora, del impresor. Es un trabajo conjunto que convierte una idea en un bonito libro. Entonces, ¿por qué no tenía portada a tres semanas de presentar el libro? Porque un señor así lo había decidido.

    Cuando firmé mi tercer contrato editorial me reuní con mi editor para plantear qué ideas teníamos sobre la portada. Tras deliberar un buen rato, ambos estuvimos de acuerdo con el artista idóneo para este trabajo, pero, ay, no nos podíamos imaginar todo lo que escondía. El mismísimo doctor Jekyll y Mr. Hyde de Jerez.

    Y yo, que había cambiado de editorial, precisamente, por el mimo con el que los libros estaban diseñados, con auténticos artistas, cada uno en su estilo, las portadas, el papel, la tinta, la fuente… Y me encuentro con alguien que, después de reunirse, escuchar y recibir un correo electrónico mío con toda la información: vestimenta, tocados, apariencia de la protagonista, descripción de la torre que quería plasmar… hizo caso omiso y, a los cuatro meses, seguía sin entregar nada. Se negaba alegando que le había pagado el editor, no yo, y que yo no tenía nada que decir.

    Tras mucha insistencia por parte del editor, el pagador del trabajo en cuestión, por adelantado, por cierto, accedió a mostrame el trabajo: la protagonista sin cabeza, de lateral en la esquina derecha sujetando las riendas de un caballo montado por un caballero que ocupaba todo el eje central de la portada. ¿Quién era el caballero? Solo él lo sabe, pero está claro que él no podía permitir que la mujer de un libro cuyo título hace alusión a una protagonista de género femenino fuese la figura central de la portada. Se le dijo que el dichoso caballero debía ser relegado a la esquina izquierda todo lo que pudiese, contando con que estaba montado sobre caballo y todo eso ya le posicionaba demasiado al centro, y que la dama debía estar mirando hacia el frente. Cuando lo volvió a enviar ella seguía en contrapposto y con el cabello al viento, aunque en el correo de mayo le especificaba que debía llevar una toca o un recogido por aquello del rigor histórico. Y ahí fue cuando se le cruzaron los cables. Volvió a borrarla, por lo que me ha contado mi editor, que tuvo que pasar estos cambios como cosa suya porque si iban de mi parte no los realizaría, y nunca más se supo nada de la protagonista.

    En cuanto llegó el mes de septiembre, a un mes de la presentación, maquetación estaba a la espera de la dichosa portada para enviar a imprenta, pero aquí el señor se puso a despotricar en contra de esta autora que hacía, parece ser, cambios a su capricho sin que se diese cuenta de que todas las directrices iban en el, ya famoso, correo electrónico de mayo. Lo del contrapposto no es más que su inquina hacia que una mujer lidere la portada, aunque sea la protagonista, a él eso no le importa. Y no se trata de un cambio en su obra, fue él quien se tomó la licencia por no tener en cuenta todo lo que ya se le había contado de la obra, de la que incluso le había mandado un extracto.

    La impotencia que se siente cuando tienes a un tipo con la sartén por el mango es desoladora. No puedes decirle nada porque no sabes si se va a enfadar y no va a presentar nada al final; dice que el original es suyo, cuando se ha basado en una obra que ha salido de ti y que no existiría sin tu trabajo; eres consciente de que está boicoteando la promoción por algún tipo de dolencia que tu persona le causa y estás atada de pies y manos por la ínfima esperanza de que presente portada tarde o temprano.

    Y ahí estaba yo con el programa de la Feria del Libro publicado, usando los pantallazos que le hacía a la publicación del Ayuntamiento porque no podía hacer cartel, ni booktrailer, ni fotos promocionales. A tres semanas de la presentación el libro aún no podía pasar por imprenta a falta de la maldita portada que, en mala hora, se nos ocurrió encargar a este hombre con ínfulas de artista, pero que no tiene palabra alguna.

    Cuando, por fin, se dignó a presentar su trabajo, aquello era un festival de masculinidad. Se había traído al frente a todos los militares que le dijimos que pusiera al fondo, muy al fondo, y realizando una grotesca caricatura de mi protagonista a la que posicionó en la esquina inferior derecha, manteniendo el feliz contrapposto, con toca digna de doña Rogelia y bata rociera que, a falta de Pantone, le puso el mismo color de los campos que la rodeaban. Tal vez con la esperanza de que pasase desapercibida, quién sabe.

    Yo ya tenía claro que, hiciese lo que hiciese, como si fuera una obra digna del mismísimo Picasso, no quería usar nada suyo por la cantidad de desaires que he tenido que soportar a lo largo de estos últimos meses, pero es que aquello era infumable.

    En un momento de desesperación le comenté a una amiga ceramista el problema que estaba teniendo y, tras algunas preguntas acerca de la historia y de la protagonista, me tenía un boceto hecho en un par de día. Afortunadamente, salió a mi rescate y, en apenas seis días, tenía portada para mí. Sororidad lo llaman.