Violación digital: compartir fotos íntimas sin permiso

Imagen simbólica sobre la violación digital y el uso no consentido de fotografías de mujeres en redes sociales

Hay noticias que se consumen con incredulidad, que nos hacen llevarnos las manos a la cabeza y pasar página; y hay otras que se clavan, que rasgan viejas certezas y atraviesan fronteras que una creía selladas para siempre. La aparición de un grupo en Facebook en el que varios hombres intercambiaban fotos íntimas de sus esposas pertenece, sin duda, a estas últimas. Una de esas anécdotas que no apetece contar, pero que regresan como un golpe seco cuando la realidad confirma que no eran hechos aislados, sino síntomas de algo mucho más grande y más oscuro.

Hace años tuve una pareja. Durante una conversación aparentemente banal, en la que hablábamos de nuestras infidelidades pasadas en otras relaciones, él me confesó que había estado con un hombre. Lo dijo con naturalidad, casi con cierta vanidad, como quien enumera una aventura más. Yo, con curiosidad genuina, le pregunté cómo lo habían conocido, si había sido en un garito de ambiente o en algún círculo concreto. Y entonces me lo soltó, sin pestañear: lo había conocido a través de un espacio en Internet donde hombres compartían fotos de sus esposas o parejas desnudas.

No recuerdo haber sentido nunca un frío tan cortante en el estómago. Imaginé de golpe a la madre de sus hijos expuesta ante desconocidos, no como mujer deseante y libre, sino como objeto en un escaparate virtual. Y me horrorizó. No pensé ni en mí misma, ni en las veces que yo misma había cedido a dejarme fotografiar con un gesto sensual, con una copa de más, porque él insistía con esa voz halagadora que me hacía sentir distinta: «No quiero una modelo cualquiera, quiero una foto tuya». Entonces me parecía un cumplido. Después comprendí que no era admiración, sino codicia.

Aquel día no pensé en mis propias imágenes, sino en la barbaridad que escondía su confesión. Que alguien pudiera utilizar la confianza depositada en un instante íntimo para alimentar un circuito de intercambio en el que otras mujeres también habían sido traicionadas. Eso es lo que más me dolió: que no se trataba de un juego entre dos, ni siquiera de una perversión privada, sino de un mercado de traiciones.

Porque el deseo es legítimo, la fantasía también lo es. Pero una cosa es jugar con la complicidad de quien acepta, y otra muy distinta es robar ese gesto, esa entrega, y ofrecerla a terceros sin que ella lo sepa. Lo primero puede ser erótico; lo segundo es violencia.

Algunos dirán que lo más grave es la infidelidad, que en mi caso incluyó también una relación de él con otro hombre. Para mí, eso es secundario: una infidelidad más, de tantas. Lo insoportable no fue eso, sino que para llegar ahí utilizaran lo que no les pertenecía: la intimidad de mujeres que nunca consintieron estar en ese escaparate.

La confianza es un bien frágil. Se entrega sin contrato, sin cláusulas, porque creemos en el otro. No se comparte. Y menos aún se negocia. Y, sin embargo, estos hombres lo hacen: toman lo que les es concedido en intimidad y lo convierten en moneda de cambio. No tienen bastante con lo que se les da, necesitan más, necesitan compararse, acumular, presumir. Son, en el fondo, ladrones emocionales.

Recuerdo perfectamente mi reacción. No quise seguir escuchando. No quise que me explicara qué página era, ni cómo funcionaba. No me interesaba. Solo sabía que no podía continuar con alguien así. Lo dejé esa misma tarde. Sin escenas dramáticas, sin gritos, pero con una claridad absoluta: no se puede amar a alguien que hace algo semejante. No se lo merece.

Y no tiene nada que ver con su exmujer, con quien yo no tenía trato alguno. No lo hice por ella. Lo hice porque lo justo se hace sin necesitar testigos, sin esperar medallas, sin necesidad de contárselo a la víctima. Se hace porque es intolerable. Y porque si se tolera, se normaliza.

Él nunca entendió por qué lo dejé. Me lo reprochó después, como si se tratara de un capricho. Pero la línea estaba clara: alguien capaz de traicionar así a la persona con la que comparte su vida es incapaz de sostener un vínculo real. Y, además, es alguien peligroso.

Porque no hablamos de un error menor, de un desliz pasajero. Estamos hablando de violación digital. De acoso digital. Y eso no es menos violencia que la física. No basta con minimizarlo con frases como «bueno, tampoco le ha hecho nada directamente». ¿Cómo que no? Ha compartido una imagen privada, tomada en confianza, sin consentimiento. Eso es una agresión. Eso es una violación de la intimidad tan grave como un allanamiento de morada o como la revelación de secretos protegidos por la ley.

El consentimiento es el corazón de todo vínculo íntimo. Y cuando se quiebra, todo lo demás se derrumba. No hay excusas, no hay contexto que lo atenúe. No hay «pero estaba borracha» ni «pero él la convenció con halagos». Si no hay consentimiento expreso, no existe justificación.

Hoy pienso en cuántas mujeres, sin saberlo, han sido víctimas de esa misma traición. Cuántas fotos íntimas circulan en chats, foros, grupos privados, sin que sus protagonistas lo sepan. Y me duele imaginar la magnitud del silencio. Porque muchas veces esas mujeres jamás lo descubrirán. Seguirán creyendo que sus imágenes viven únicamente en el recuerdo privado de quien las tomó. Y, sin embargo, habrán sido convertidas en mercancía.

Lo peor de todo es que esa traición se sostiene en el engaño. «No quiero a una modelo, te quiero a ti», dicen. Y una, crédula, quiere creer que se trata de amor, de deseo genuino. Lo que no nos cuentan es que, en realidad, esas fotos no son para mirarnos, sino para presumir de nosotras. Para poner precio a nuestra intimidad en un mercado que nunca aceptamos.

Cuando lo pienso, siento rabia, pero también compasión, y no de la buena. Porque un hombre que necesita exponer así a su pareja está vacío. No es un amante, es un coleccionista de trofeos. Y los trofeos nunca aman de vuelta.

Por eso escribo esto. Porque necesitamos nombrar lo que ocurre, sin suavizarlo. No es un juego. No es una travesura. Es violencia. Es traición. Y es delito.

La noticia de este grupo de Facebook no me sorprende. Lo que me sorprende es que aún haya quien lo considere una anécdota, una gamberrada virtual. No lo es. Detrás de cada foto hay una mujer que confió, que entregó algo íntimo, que quizá nunca sabrá lo que ocurrió. Y esa ignorancia no la protege: la condena doblemente.

No sé si algún día existirán leyes que de verdad castiguen con dureza estas prácticas. No sé si habrá suficientes recursos para perseguirlas. Pero sé que mientras tanto, nuestra responsabilidad es clara: no callar, no mirar hacia otro lado, no justificar.

El día que escuché aquella confesión y cerré la puerta detrás de mí, no estaba salvando a su exmujer, ni a ninguna otra. Estaba salvándome a mí. Porque entendí que una relación construida sobre la traición de otras mujeres no puede sostenerse nunca. Y porque aprendí que la confianza, una vez rota, no se recompone.

No hay foto sensual que valga la pena si se paga con la humillación. No hay amor verdadero si se construye sobre la exposición de las demás. Y no hay hombre bueno que pueda justificar semejante barbaridad.

La confianza no se comparte. Y quien lo hace debería pagarlo.

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